28 de agosto de 2012

Una infancia felizmente triste (Parte I)


No era más que otro día del frío invierno. Un invierno que como cualquier otro en nuestra tierra, Sowim, parecía iba a durar más de lo adecuado. Esas nubes, inmensas ellas, ancladas o más bien dulcemente adormecidas entre las montañas no hacían otra cosa que descargar nieve día tras día. Y es que no hacía sino un par de días que había dado comienzo la estación fría y ya nos encontrábamos una firme capa de nieve cada mañana al despertar. Una nieve que como no, me tocaba a mi retirar. No era fácil, un par de pulgadas al día es sencillo, incluso lo que parecía ser un par de pies esa mañana sería bonito; los niños podrían jugar con ella, hacer algún muñeco y por supuesto pelear. Pero eso sólo era para el primer día; el segundo, el tercero y no digamos ya en adelante era pura rutina. Una rutina que te hacía sudar nada más despertar. 


Pero había que hacerlo, así que cogí la pala y me preparé para la pequeña avalancha que se me vendría al abrir la puerta. Seguro que algún sureño se preguntará porqué la puerta se abre hacia dentro y no hacia fuera, “de esa manera te ahorrarías tener que limpiar la entrada” me diría, pero es bien sencillo, si abriésemos la puerta hacia fuera no seríamos capaces de ello. Intenta empujar varios pies de nieve... En fin, la nieve como bien dije, parecía haber alcanzado los dos pies de altura ya que me cubrió los tobillos. Era una mala noticia, la nieve se derritió rápidamente con el calor del hogar, aunque sólo quedasen unas pocas brasas era un horno comparado con las gélidas temperaturas que había fuera, así que ahora tenía los pies fríos y húmedos mientras despejaba la entrada.

Tardé un rato largo y la tarea me hizo sudar, si bien seguía teniendo los pies fríos después de un rato junto a la chimenea no los tenía ya mojados y con la puerta despejada podía ir como hacía todos los días a despertar a Javs. Es increíble de lo que era capaz, podía caersele el techo encima que seguiría durmiendo, es como si su cuerpo decidiera que hacía demasiado frío fuera como para hacer el esfuerzo de despertarse; así que, por cuenta propia, se ponía a invernar. Sólo varios tortazos bien dados lo sacaban del sueño, a mi claro no me importaba, me calentaba las manos y a él... bueno diremos que le hacía menos gracia pero al menos se despertaba.

Mientras huía del oso al que acababa de despabilar corría hacia el comedor. La nuestra era una aldea pequeña, todos éramos mal que bien una gran familia. Por supuesto había de todo y como se suele decir, no hay cabrón que no te clave los cuernos. Así que si bien con Mike Cask, su señora esposa y al oso al que tenía por hijo podía pasar por mis padres y hermano, había otro tipo de personajes. Y fue con uno de estos con los que me topé, apunto ya, de alcanzar el gran salón que era el comedor.

  • Tú, chico, sé que fuiste tú. No, no me mires así, lo pagarás. - sonreí - Te quitaría esa puta sonrisa de la cara de una trompada pero... Entonces no tendría la satisfacción de sostener el látigo.
  • Vamos, vamos... No ha hecho más que despuntar el alba y ya estás buscando algo que cargarme. - Era Ern, el viejo Ern, vivía sólo y amargado con un puñado de cabras en la parte más alejada de la aldea, bueno se puede decir que vivía fuera de ella, sólo pasaba para comer en el salón y traer, como hacían todos, sus productos al mercado. - Qué se supone que he hecho esta vez...
  • Ah, chico chico, un día de estos cogeré tu fea jeta y te pisaré tan fuerte que no será más ancha que un pergamino.

Y sin mediar más palabra siguió avanzando por la calle, estaba demasiado gordo para poder alejarse rápido y mucho menos con la cantidad de nieve que había por el camino, así que tardo un poco, con su caminar renqueante, en alejarse lo suficiente para poder contarle a Javs que era lo que le había hecho al viejo. El viejo siempre andaba molestando así que llevaba un par de steist que de vez en cuando le soltaba la portezuela del corral de sus preciadas cabras. No penséis mal, sus cabras no eran como él, ellas eran inteligentes, así que sabían que no debían salir de la seguridad del corral y menos en una fría noche de invierno; así que a pesar de que era la cuarta vez que lo hacía no se le había perdido ni una sola cabra. Sin embargo, el viejo siempre aparecía hecho un bhak por el pueblo la mañana que se lo encontraba así. Era una novedad que me acusara a mí de ello, aunque sólo en parte, como dije siempre estaba molestando.

  • Va cuenta, qué le has estado haciendo al viejo. Hace cuatro días te vi salir por la noche hacia el norte.
  • ¡Oh!, no me lo puedo creer. Qué hacías despierto más allá del crepúsculo, no me lo digas. Tu padre acababa de terminar pastelillos de manzana.
  • Buee... en realidad eran de limón. Pero ..
  • Que sí... le he dejado abierta la puerta del corral.
  • Jajajaja, así que era por eso por lo que baja gritando y maldiciendo a todos de vez en cuando.

Mostré mi mejor sonrisa, esa que tanto desquiciaba al viejo, y entramos al salón. Al fin y al cabo el día era frío y la promesa de un buen desayuno caliente alienta a cualquiera. Además pensar que el viejo estaba tan jodido que quería “aplastarme la cabeza hasta convertirla en pergamino” era el mejor aliciente para empezar el día con energías. El comedor estaba caliente, el gran horno de piedra que había al fondo de la habitación y que hacía rato no dejaba de sacar pan recién hecho, caldeaba el ambiente, dejando no sólo calor sino también un agradable olor suelto en la habitación. Nos sentamos donde siempre, lo más cerca del horno posible y junto a la ventana; después de haber cogido medio pan blanco untado con manteca de cerdo y una jarra de cerveza floja cada uno. 

23 de agosto de 2012

Prólogo


Me desperté como cada mañana, atormentando por los recuerdos de tiempos pasados, pesadillas, oscuros sueños de más tenebrosas andanzas. Imborrables marcas de terribles tormentos sufridos y causados, tolerados y desencadenados. Signos de una vida cargada de dolor, angustia, desamparo y muerte. Todo ello vívido reflejo del camino que un día elegí, tiempo atrás, y del cual, aún con toda la desolación padecida y ejercida, no me arrepiento de haber tomado.

Y si no me retracto es porque hoy revivo en fugaces destellos lo que puede llamarse mi pasado, mi vida. Y veo que mi mente, torturada por el peso de lo que algunos llamarán hazañas y otros brutales atrocidades, no sería capaz de cambiar ni uno solo de mis pasos a lo largo de este mundo. Todo ello, con más o menos acierto, lo hice con la plena convicción de alcanzar un poder, un poder inalcanzable, del cual obtuve lo que quise, cambiándolo.

Ahora, agotado, desecho, exhausto, fatigado de tan inmenso poder que acumulé entre mis manos, arrebatándolo fuera a quien fuera que perteneciese, veo mi historia. Nada ni nadie logró calmar mi sed. Este anhelo de una gloria que quizás no fuera mía, no ha cesado. Acribillando mi alma, incansable.



Licencia de Creative Commons
Crónicas de Rásel by David Rodríguez González de Chaves is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.
Permissions beyond the scope of this license may be available at david.rgch@gmail.com.